miércoles, marzo 01, 2006

MeMoRiAs dE ClíNiCa: eL ReCuErDo dE Un AmIgO...

Entrábamos allí para hastiarnos de la demencia, hasta salir al mundo y descubrir que lo que antes parecía anormal y nos arrinconaba hasta la desesperación, ya era soportable, no nos desbordaba. Pensábamos que afuera estaba el mundo real, pero ese lugar no había sido creado por nuestras mentes y cada personaje con sus desequilibrios: existía, vivía, hacía parte de una realidad como la nuestra en la que eran aislados, rechazados, ignorados. Coinciden entonces en un espacio y en un momento, como en un mundo paralelo al que nos asomamos de vez en cuando los catalogados como “normales”. Quizás nos hacía más humanos; quizás nos dejábamos llevar por sus delirios; quizás nos sumergíamos en sus imaginarios para hacerles su estadía un poco más llevadera o tan sólo fuimos con la corriente para auto convencernos de nuestra sanidad mental. La locura ahí adentro era una especie de bola caliente que lanzábamos a nuestros compañeros para no irnos a quemar, para que no fuéramos a quedar con una marca imborrable en nuestros cuerpos que sirviera de pretexto para ser juzgados por la sociedad.

Las horas de comida eran los únicos momentos en que estábamos todos reunidos. Dos mesas paralelas iban siendo llenadas por tambaleantes pacientes que cargaban bandejas descoloridas. En mi primer día descubrí que en los hospitales a la comida siempre le faltaría: sal, color y sabor.

La mayoría de los pacientes eran mujeres mayores, casadas, con hijos, depresivas como yo. Sus familias las visitaban diariamente tratando de mitigar el llanto y reforzar el efecto de los tranquilizantes.

Yamile era una vieja rezandera, incapaz de hilar una frase con otra sin mencionar al diablo. Peliparada, desdentada: mueca frontal superior, caja de dientes inferior. Se reía si yo lo hacía y además me lo agradecía. Deliraba a veces: culpaba a Francisco de haber violado a su hija y haberla dejado embarazada. En cuanto lo veía, le reclama el dinero para cancelar los gastos del parto. Luego iba hasta una de las paredes del patio donde creía hablar con su hija y planeaba la boda. Nunca fue un buen negocio estar tras de ella en la fila para reclamar los medicamentos esperando a que terminara de bendecir una a una las pastillas.

De Iris conocí a su esposo canoso y de pelo largo pero nunca supe el motivo de su hospitalización. Descarada con los hombres, exhibicionista en su vestir, impertinente visionaria de romances, iniciadora de los debates más calientes. Solía lucir su barriga en ocho con una trusa a rayas blancas y negras. Siempre me pregunté que pensarían los familiares al pasar por el corredor y divisar en el patio a una ballena sobre una colchoneta amarilla, que cubría su desarrollados pechos con una pañoleta rosada.Era gritona de sol a sol pero tenía una obsesión con cualquier ruido que pudiera perturbar su sagrado sueño:

- ¡Tírela más duro! –era lo único que se oía desde su pieza cuando el viento cerraba las puertas—

Fabiolita era una anciana menuda que no superaba el metro cincuenta. Hablaba una y otra vez de su hijo de treinta años que intentaba enloquecerla. Una tarde mientras lloraba le entregue una hoja y una crayola: se dibujó a ella misma entrando a su casa. Pero esa misma tarde fue encerrada en un ancianato y de ella sólo me resta un sueño rojo que guardo en mi carpeta.


Edwin era un desertor de las fuerzas armadas que repetía incansablemente el himno de su organización y hacía flexiones de pecho como recordando los castigos de sus superiores. Al principio lo mantenían amarrado a una cama: Gritaba, pataleaba y estaba constantemente vigilado por una cámara. Cuando lo dejaban recorrer los pasillos buscaba calmar la ansiedad producto del encierro y la droga. Fumaba lo que se encontraba (desde las colillas abandonadas en los ceniceros hasta una servilleta enrollada que encendía y aspiraba como cualquier tabaco). Repetía pasajes religiosos y besaba cualquier libro gordo que se le pareciera a una Biblia. Comía cual cerdo para luego vomitar, como una vez en la que estando a punto de terminar el almuerzo, no alcanzó a llegar al baño y su plato quedó rebosante.

Francisco era un hombre canoso, callado, serio, diplomático y solitario. Era su tercera reclusión por depresión. Era dermatólogo y el título de doctor bastaba para que le hicieran reverencia como si fuese una especie de Dios directamente bajado del Olimpo a esa Clínica Siquiátrica. Siempre fue mi guardián y mi compañía, simplemente mi amigo (aún cuando yo despertaba los celos de su novia e Iris planeaba casarnos). Nos entendíamos a la perfección a pesar de que él me llevaba no menos de treinta años.

Hay días en que me acuerdo mucho de él. No necesariamente cuando estoy triste o alegre, simplemente llega a mi cabeza y me pregunto dónde estara y sobre todo cómo.
Fue la primera persona con la que pude hablar cosas coherentes sin que las pepas aletargaran sus palabras, sin que me mostrara laceraciones en su cuerpo, sin que los delirios salieran a flote. Hubo una conexión inmediata. Nos cuidabamos ahí adentro. Eramos los primeros en levantarnos y él me servía el café que tomaba del comedor donde en la madrugada los enfermeros dejaban las jarras. Él generalmente tomaba jugo pero a veces me acompañaba en mi pasión por la cafeína. Tampoco fumaba, lo había dejado hacía bastante tiempo, pero a veces también compartía conmigo un cigarrillo. Cuando salimos de la clínica, salimos un par de veces sin que su novia se diera cuenta. Nunca comprendí como podía sentir celos de una niña de 21 años, como podía pensar que su madura relación podía ser alterda por mis conversaciones con un hombre al que yo no podía ver como algo más que mi amigo.

Al ver a Francisco había paz. Nos confesabamos nuestros dolores, nos reíamos de los personajes y las vivencias en la clínica, intercambiabamos nombres de libros, hablabamos mucho de fotografía. Él había estudiado fotografía en Estados Unidos paralelamente con la medicina, así que el arte también nos unía. Salíamos a comer y yo empecé a contarle a cerca de mis bizarras experiencias con ese sujeto. él me escuchaba en silencio, sin desaprobarme pero sin perder oportunidad para aconsejarme y pedirme que me cuidara. Un día me dijo que él no deseaba ver que una persona tan inteligente y especial como yo (así lo dijo) se viera transformada por un hombre así, que él no deseaba ser testigo de mi degradación. Lo tomé como un ultimatum y queriéndolo como lo quiero, decidí que a ese otro hombre ya lo habían juzgado demasiado y yo no deseaba ser una dictadora más, que deseaba ayudarlo, que él de verdad necesitaba una mano que lo apoyara y lo ayudara a salir. Desde ese día no se nada de Francisco y lo extraño. No lo culpo por obligarme a elegir, lo entiendo aunque eso no lo esperaba de él. Espero que este bien, que no tenga que volver a pisar nunca una clínica, que algún día sobreviva felíz sin cajas de pastillas. Espero simplemente que ahora sonría más que antes.

La PeTiTe PrInCeSsE :: 12:04:00 p. m. :: 6 Se DeJaRoN ToCaR...

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